miércoles, 23 de febrero de 2011

23 de febrero de 1981: mi memoria de aquella noche

De aquella noche absurda, cruel, que pudo situarnos una vez más en el furgón de cola de la historia y en el pozo de la vergüenza colectiva, han quedado en mi bibliografía dos obras literarias. Una novela, que publicó Planeta, en 1995, en su colección Nueva narrativa, dirigida entonces por Silvia Bastos y Mariona Costa, titulada Una mirada oblicua, y un poema, "1981, veintitrés, febrero", escrito muchos años después y que formó parte de mi libro Donde nunca hubo ángeles (2003). La novela, en cuya portada lucía una maravillosa fotografía del mítico Man Ray, reflejaba el clima de aquellas horas así:

Portada Una mirada oblicua. Planeta, 1995
      "En esta ciudad hubo una noche más fría que las otras. Una noche a la que la memoria se resiste a acudir, que, cuando logro traspasar la membrana que teje el olvido, vuelve como un fantasma de otra ciudad, de otro mundo, de otro tiempo. Sólo han pasado diez años. Aunque ese tiempo ha mellado sus aristas, reconstruir aquellas horas es entrar en un desván sombrío, en el espacio helado donde duerme la memoria de unos años oscuros, donde aún pervive el sabor de los sueños amputados de nuestros padres.
       Sería, aquella noche, el comienzo de una experiencia no del todo explicable que mantengo clavada en esa zona desapacible donde la imaginación y la vida parecen confundirse, donde la realidad se enturbia y hace de nosotros personajes de una doble historia: la que creímos vivir y la que en verdad vivimos. Acaso la que alguna vez soñamos, o nos contaron, y se convirtió, con el tiempo, en propia, intransferible.
      En las calles del atardecer se percibía una detención del aire, ya inminente la noche. Yo salía de una librería próxima a la Gran Vía. En mis manos, una edición de 1958 de No soy Stiller, la desasosegadora novela de Max Frisch que me había recomendado Pablo Cuéllar. Entré en un café cercano a la boca del Metro. Había muy pocos clientes. Tomé asiento en uno de los taburetes junto al mostrador y comencé a hojear el libro de modo desatento. El camarero tenía la radio puesta, un pequeño transistor entre el bosque de botellas de los estantes que, a su espalda, se duplicaban en el espejo. Se oía, en sordina, el rumor del debate parlamentario: a la inexplicada dimisión del presidente Suárez sucedía la investidura, como mal menor, de un Calvo Sotelo especialmente sombrío. Pedí un café. De pronto calló la radio y el camarero, un hombre de mediana edad, de barba cerrada, pelo canoso y gafas telescópicas, cambió la compostura del rostro. Me miró un instante y, al volverse a preparar el café, lo noté nervioso, un temblor en la mano al colocar la taza bajo el grifo de la cafetera.
     —¿Qué ocurre?
     —No lo sé. Se han oído disparos y han dejado de radiar el debate."
Quienes vivimos aquellas horas a una edad en al que teníamos conciencia de la realidad, nunca las olvidaremos. Como en el asesinato de Kennedy, o en el 11-S o en el 11-M, muchas veces nos han preguntado dónde estábamos y qué hacíamos en tal momento. Yo lo viví en la sede de un partido político, del partido que era uno de los objetivos esenciales en la ofensiva golpista: el PCE. Recuerdo la radio y el momento en que se interrumpió la retransmisión del pleno del Congreso, la voz titubeante del locutor, los disparos, el "quieto todo el mundo" y recuerdo, ante todo, cómo en la boca del estómago se agolparon todos los miedos, todas las pesadillas que en los meses precedentes, al hilo de cada atentado de ETA, había ido acumulando. Sí, porque ETA en aquellos años (nunca ha dejado de serlo, todo hay que decirlo) fue una de las grandes excusas para todo género de antidemócratas. Éramos muy jóvenes y casi desde la adolescencia nuestra vida, mi vida, había estado vinculada a la lucha por la democracia. Hubo una reunión de urgencia, establecimos un germen de estructura clandestina y nos citamos para un par de horas después, en grupos de tres, en distintas zonas de Madrid para valorar cómo evolucionaba la situación.

El miedo. Sí, tuve miedo. Mientras caminaba hacia casa para contactar con la familia antes de acudir a la reunión que me había tocado, pensaba en mi padre, pensaba en Argentina, en Chile, en Uruguay, en su dictaduras, en las vidas segadas, en Víctor Jara, en Salvador Allende,  pensaba en cómo el mundo que apenas habíamos comenzado a construir con la Constitución de 1978 podía ser derribada por los golpistas. Recuerdo el silencio en los bares que se mantenían abiertos, la imagen de los cafés cerrados, autobuses vacíos y detenidos con las puertas abiertas como bocas asombradas, un viento frío y afilado llegando de la sierra. Creo que me dirigí a casa en Metro aunque no puedo recordarlo con precisión. En casa, estaba E. y acababa de llegar Diego Jesús Jiménez, el poeta, que quería sentirse acompañado y pedirme orientación sobre lo que debería hacer, esconderse o exiliarse era la gran duda. Después, no recuerdo cómo ni hacia donde, Diego Jesús se fue, nos quedamos solos y después fuimos a casa de los padres de E., en la UVA de Hortaleza, a donde me dirigí después de recoger documentación comprometedora, folletos sindicales, algún documento sobre la cultura en los barrios que habíamos comenzado a debatir en el distrito. Estuve algo más de media hora en la casa paterna de E. Intenté tranquilizar a su padre, cuya mente se veía invadida por los viejos fantasmas de la guerra, por todos los miedos apenas contenidos en los años iniciales de aquella precaria transición. E. y yo . nos despedimos: yo a mi cita de seguridad en (hoy puedo decirlo) en el bar El Brillante, en la glorieta de Atocha, ella a la sede del PCE en Hortaleza, a esperar instrucciones, a preparar la edición, en una precaria multicopista offset, del manifiesto que convocaba dos horas de huelga general para el día siguiente.

Vuelve a mí, ahora, la minireunión, una hora después, en El Brillante de Atocha. Éramos tres héroes que esperábamos instrucciones y claridad sobre lo que ocurría, y noticias de otras regiones militares (los tanques ocupaban las calles de Valencia, la noche en la ciudad del Turia era más oscura que la de cualquier otra ciudad de España). Allí, en la televisión, mientras comíamos nuestro bocadillo de calamares, escuchamos un comunicado de la Junta de Jefes de Estado Mayor que habría de ser el preámbulo de la aparición, una hora más tarde, del Rey. Acataban la Cosntitución, pero nada estaba claro mientras el Rey no apareciera. Decidimos abandonar el bar y caminar paseo del Prado arriba, hacia la plaza de las Cortes, acercarnos al núcleo del desastre, de la desolación. Avanzamos entre gentes desconocidas conscientes de que entre ellas podían ocultarse miembros de la extrema derecha, guerrilleros de cristo rey, pistoleros que esperaban instrucciones o la llegada de la Acorazada Brunete. También había viejos republicanos iracundos y silenciosos, mujeres desoladas, jóvenes acobardados, policías, muchos policías, muchos jeeps, allí estaba la buena gente de Madrid con el transitor al oído. Había llantos silenciosos, y retinas asustadas y asombradas, y rostros huidizos, y hombres cabizbajos: había obreros, gente que había llegado hasta las cercanías del Congreso desde los barrios extremos que habían hecho de la movilización ciudadana, años antes, una pieza esencial de la democracia....  Cuando dejamos el Congreso, subimos hacia la Puerta del Sol por las estrechas calles traseras a la Carrera de San Jerónimo, más tarde hacia la Plaza Mayor: recuerdo cómo, bajo los soportales, nos encontramos con un centenar de hombres y muejres disfrazados: formaban parte de un cortejo de Carnaval, recordé que aquella noche se habían iniciado, en muchos barrios, las celebraciones carnavalescas. Y pensé que aquellos disfraces, a poco más de doscientos metros del centro neurálgico de un golpe de estado, tenían mucho de valleinclanesco. Y pensé que la España eterna volvía a castigarnos. Que los esperpentos de Valle Inclán eran algo más que pura ficción.

Después, regresamos a la sede. Allí supe de amigos que habían buscado refugio en algún lugar de la sierra, en casas de verano de familiares próximos o remotos. Supe de otros que habían decidido dormir en habitaciones desconocidas. Allí vimos al Rey por televisión, allí fuimos advirtiendo cómo, poco a poco, la sombra del golpe se diluía. Pero yo no me deshice del miedo. Ni del miedo de mis padres. Ni del de quienes, coetáneos a ellos, habían vivido en plena madurez el tiempo de silencio que fue la dictadura. Recuerdo que, cuando la madrugada comenzaba a asomar sobre los tejados que circundaban la calle madrileña de Campomanes, casi vencido por el sueño, escribí algunas notas. Aquellas notas darían lugar, diez o quince años después, a un poema y, casi en paralelo, a una novela. La novela en la que aquella sombra, como una advertencia del pasado, flota y amenaza para siempre: Una mirada oblicua.

Volví a casa a media mañana. Los diputados habían sido liberados, comenzaban a producirse las primeras detenciones de generales y otros oficiales golpistas, los representantes de los partidos se reunían con el Rey y con Calvo Sotelo, presidente de facto, pero yo no podía quitarme de encima un miedo que se prolongó durante años. Durante muchos años. A pesar de la multitudinaria, casi irrepetible (sólo se repitió, tras los atentados terroristas del 11-M, veintitrés años después) manifestación que llenó las calles de Madrid, comenzando por el Paseo del Prado, que así evocaría en mi novela:
"En Madrid hubo una noche extrañamente luminosa. La noche de la respiración. La que negaba el olor a cuero y a sudor  cuartelario. Fue cuatro días después del  golpe. Las calles del centro se llenaron con el silencio de una multitud consciente de haber atravesado el túnel y salvado el precipicio. Habían acudido desde los más remotos lugares de Madrid, desde los pueblos más alejados de la capital, desde los barrios inhóspitos del otro lado del Manzanares, desde los barrios residenciales del norte, desde las zonas donde vive la industria, hasta convertir el Paseo del Prado, y Recoletos, y la plaza de Cibeles, y las calles limítrofes con la arteria central de la ciudad, el espacio donde sentirse vivos".
Pocos días después (¿o quizá algunos meses?), Joan Manuel Serrat presentó en Madrid un disco: En tránsito. E. y yo estuvimos en el concierto. Creo que fue en el Alcalá Palace. Creo que nos emocionamos ante algunas de sus canciones. Creo que lloré. De emoción, de miedo, de alegría también.  De aquel disco, la canción "A quien corresponda", un alegato contra todo autoritarismo. Tenía 29 años y de ellos sólo había vivido tres en democracia.



  

4 comentarios:

Pepo Paz Saz dijo...

Gracias por la evocación de aquella noche de hace 30 años, Manolo. Recuerdo una pegatina que circuló en aquellos días: un sello de correos, con la imagen del dictador fallecido en 1975, al que le habían garabateado un tricornio y un bigote -caricatura de Tejero-, y un lema: "Mucho ojo al franqueo". Recuerdo, por encima de todo, la marea humana de la manifestación posterior y el rumor, subiendo en oleadas por Delicias, como el viento que barre las copas de los árboles, al grito unánime de "Democracia sí, dictadura no". Yo nunca he vivido otra manifestación igual. La que siguió a los atentados del 11-M, también multitudinaria, fue la del silencio y el estupor y la tristeza. La del 23-F fue la del coraje de un pueblo volcado por las calles de Madrid...

RAB dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Kosmonauta del azulejo dijo...

Pedazo de post, rezuma memoria intacta.
:+:+

J. G. dijo...

menos mal que pasó ya la semana de la memoria

saludos

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